sábado, 29 de mayo de 2010

1984, DE GEORGE ORWELL


Winston Smith es un funcionario que trabaja el Ministerio de la Verdad. Su cometido es corregir constantemente la pequeña Historia recogida en la prensa. Cuando el omnipotente Partido decide vaporizar a un individuo hay que actualizar (léase borrar) los anales.


El primer acto de rebeldía de Winston es comprarse un cuaderno donde, con suma precaución por la omnipresencia de telepantallas que velan por la ortodoxia de los ciudadanos, consigna sus pensamientos. El país, una hipotética Oceanía que comprende las Américas y las islas británicas, está en guerra con Eurasia desde la Revolución. ¿O tal vez con Orienteasia? Le asalta la duda porque la memoria le dice una cosa, mientras que los anales del Ministerio la contradicen. La confusión tal vez sea también consecuencia de la novoparla, lengua propugnada por el Partido, que en su afán renovador ha eliminado palabras (y conceptos) tan innecesarios y obsoletos como libertad.


El segundo acto de rebeldía será enamorarse de una compañera tan desencantada como él, Julia. Pero las ramificaciones del Partido Interior harán que las aguas vuelvan a su cauce, y a un precio demasiado elevado, la única redención posible será amar al Gran Hermano, trasunto laico de la divinidad, por encima de todas las cosas.


La lectura de 1984 sorprende en primer lugar por la clarividencia de la presión mediática, apenas incipiente en el momento de su redacción. Hay que añadir también el peligro del uso del lenguaje, ya esbozado por la propaganda nazi. Daños colaterales para referirse a víctimas inocentes en cualquier conflicto bélico es una expresión que henchiría de orgullo al mismísimo Gran Hermano.


Y por último, consignar que una vez acabada esta lectura merezca la pena revisitar Rebelión en la granja, Homenaje a Cataluña y, por qué no, alguna biografía de George Orwell.