viernes, 6 de enero de 2012

UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR, DE LUIS SEPÚLVEDA


Antonio José Bolívar es el anciano solitario que lee novelas de amor. Un viejo que convivió largos años con la tribu indígena shuar, que conoce sus costumbres y que conoce los secretos de la selva amazónica, a diferencia del despreciable alcalde del remoto pueblo de El Idilio y de los devastadores colonos de la zona. En una cacería organizada, el viejo logra acabar con el peligro de una tigrilla feroz y regresar a su choza para seguir leyendo las novelas que le proporciona un dentista amigo que llega al poblado de cuando en cuando.

Una trama, por tanto, sencilla, aunque tampoco es el pringoso melodrama que parece anunciar su engañoso título. Al contrario, detrás de la historia subyace una idea de denuncia del supuesto progreso del hombre blanco, la idea de conflicto entre civilización (el viejo, “poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer”) y barbarie (buscadores de oro, gringos, “…colonos que destrozan la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto”). De fondo, la selva llena de misterio, de color, de lujuria vegetal.

Bien: hay jungla, hay aventura, hay hallazgos, hay buenas intenciones, sin embargo nuestro autor no es Márquez ni Conrad. Lástima. Y una vez más ocurre que llegar a ciertas lecturas por entusiastas sugerencias resulta un pequeño chasco, que no se acaban de cumplir las expectativas creadas, que no está mal, pero…

EL ARPA DE HIERBA, DE TRUMAN CAPOTE


Otro inevitable, otro genio. Tan brillante que gozó de la admiración de sus contemporáneos, con tanto talento que no pudo malgastarlo ni siquiera con una existencia de absoluta piltrafa (la película Capote lo mostró muy bien, y quizá el oscarizado actor fuese todavía menos excesivo que el personaje).

A sangre fría ya le habría bastado para ocupar un puesto en el olimpo literario. Pero además están sus relatos, sus narraciones breves perfectas, como esta pequeña novela de título evocador. El arpa de hierba es una historia entretenida y tierna, pero también autobiográfica pues el autor se basó en su propia infancia que compartió con dos tías solteras y mayores. Y eso mismo narra el libro, en primera persona a través de Collin, un joven huérfano que vive con sus tías Dolly y Verena, y la criada negra Catherine. No ocurre nada demasiado extraordinario, salvo que un día las hermanas discuten y una de ellas, con el sobrino y la criada, decide huir e instalarse en una casa construida en un árbol en medio del bosque, donde se les unen un amigo de Collin y un viejo juez. El pueblo entero se revoluciona entonces y por las cercanías del árbol circulan los personajes más peculiares como el reverendo o el sheriff. Lo de menos, pues, es la historia, casi un cuento increíble. Lo de más es la maestría para describir situaciones sencillas pero llenas de matices, la prosa precisa y dulce, la sensibilidad con la que trata a unos personajes cautivadores. Y siendo una de sus primeras novelas, es además un libro más exquisitamente poético que los posteriores: “la pradera (…) se torna roja a la puesta del sol y las sombras de color escarlata, semejantes al resplandor de una hoguera, pasan sobre la hierba, arrastradas por las ráfagas de los vientos otoñales que, al agitar suavemente sus hojas, emiten un leve suspiro que parece música humana: un arpa de voces”. Esmerada poesía.