viernes, 23 de diciembre de 2011

EL DIABLO EN EL CUERPO, DE RAYMOND RADIGUET



La historia que nos ocupa es sencilla (que no simple). Un adolescente innominado (¿alter ego del autor?) se enamora de una joven algo mayor que él, casada, sin embargo, con un soldado que está en el frente. Inmoralidad, destino, amor, pasión, convencionalismos, traición coexisten en este relato que, escrito en los años veinte del siglo pasado, no ha perdido frescura (léase con la ambigüedad que el término sugiere).

Un apunte biográfico de Radiguet: ésta es su única novela, ya que murió prematuramente a los veinte años. Tal vez se acuñó la expresión enfant terrible para referirse a él.
Aún más: parece que, tanto en francés como en español, la expresión "tener el diablo en el cuerpo" se utiliza para referirse a la concupiscencia a raíz de la publicación de la novela.

Permítasenos la licencia de transcribir algunos fragmentos.

"Leíamos juntos iluminados por el fuego de la chimenea. Ella arrojaba a menudo las cartas que su marido le enviaba, cada día, desde el frente. Por la inquietud que se expresaba en ellas se deducía que las de Marthe eran cada vez menos tiernas y frecuentes. Yo no podía evitar sentirme mal viendo cómo las cartas ardían."

"-Prefiero.--murmuró ella, ser desgraciada contigo que feliz con él.
He aquí una de esas frases de enamorados que no quieren decir nada pero que, pronunciadas por los labios que uno ama, llegan a embriagarle."

"Y yo me preguntaba, y me pregunto todavía, si el amor le otorga a uno el derecho a arrebatarle a una mujer su destino, tal vez mediocre, pero lleno de tranquilidad"

SIN BLANCA EN PARÍS Y EN LONDRES, DE GEORGE ORWELL



Apetece recuperar un libro acorde con estos tiempos en que se nos quiere inculcar la penuria. ¿Había alguna regla tácita que impedía repetir autor? No lo sabemos.

Orwell asume voluntariamente la aventura de la indigencia. Primero en París, ciudad en la que se ha quedado, de un día para otro, sin las miserables clases de inglés que le permitían comer algo tres veces al día. Serán tiempos durísimos de sobrellevar: tiempos de burlar a los implacables caseros, de empeñar hasta la ropa para comprar pan y tabaco, y sobre todo, de recorrer la ciudad inhóspita de punta a punta por ofertas de trabajo falsas, engañosas o que rozan la esclavitud.

El autor lo asume sin hacerse excesiva mala sangre, sin protestar siquiera, con tal que tenga un amigo para compartir un pitillo y sueños sobre un trabajo que les dé de comer caliente y les permita emborracharse religiosamente cada sábado por la noche.

Nos adentramos en una galería de personajes pintorescos, venidos a menos, hedonistas de baratillo, soñadores e incluso irreductiblemente idealistas y entusiastas, tocados, eso sí, por un halo de dignidad que la mugre y la indiferencia logran apagar.

Cuando en un golpe de suerte Orwell consigue volver a su país, se enfrenta exactamente con el mismo destino de paria. Porque nadie es profeta en su tierra. La diferencia, según confiesa, es que en París los clochards pueden estar tirados por el suelo, delito inconcebible en la capital del ya agonizante imperio británico.

Y al acabar la lectura, sin un presente resuelto, con un futuro que le llevará a luchar en nuestra guerra civil, en el frente de Aragón (1937), nos queda la duda de cuántos orwells, indignados o simplemente desesperados, patean sin blanca, tal vez sin expectativas, nuestras ciudades en este mismo instante.

CANDIDE, DE VOLTAIRE



"Candidus" era para los romanos el blanco brillante, "candente", del rojo vivo. Y los "candidatos" eran, nobleza obliga, los pretendientes a cargos públicos, caracterizados por la blancura física y moral del atuendo y por ende, de su portador. Por un desplazamiento semántico, el término "cándido" se identifica en castellano con la idea de ingenuidad, rayana en ocasiones con la estupidez. Ignoramos si el corrosivo Voltaire tenía en mente tales asociaciones conceptuales cuando nos legó esta monumental novelita.

Candide es un muchacho impresionable, maleable, convencido de vivir "en el mejor de los mundos posibles", sólo porque así se lo ha inculcado su maestro, el irreductible Pangloss. Ambos viven plácidamente como subordinados en la corte de un noble alemán. El joven se enamora de la hija de su señor, la bella Cunegunda. Cuando esto trasciende, le echan literalmente a puntapiés en el trasero, y esta será la primera vez en esta novela que los glúteos constatan la maldad del mundo. Con todo, pese a la azarosa vida que le espera, llena de violencia absurda y de reencuentros a lo largo y ancho del planeta y de sus conflictos, nada le hará bajar del burro al muchacho.

Asistimos con una sonrisa (congelada por el horror) a matanzas hiperbólicas, a autos de fe meapilas, a viajes transoceánicos e incluso a la pérdida de nalgas. Tal vez resida en ellas la candidez...

Sólo el mundo parece adquirir sentido cuando nos vemos, creemos que por vez primera en la historia de la ficción novelística, en el fabuloso Eldorado, donde el oro tiene el valor de la basura.

La sonrisa, ya curada de espanto, reaparece en los compases finales allegro vivace, en una pirueta tan increíble e inverosímil como tres cuartas partes del todo. Es cuando el pánfilo Cándido, más tonto que Abundio y que el que se la pisó meando hasta entonces, da en el clavo con una afirmación de la que deberíamos tomar buena nota, tal es su vigencia.

No es de extrañar que el bueno de Voltaire tuviera fama de peligrosísimo para la ortodoxia, las buenas costumbres y la sana (e ignorante) obediencia preconizada por los del "haz lo que yo digo y no lo que yo hago".

sábado, 3 de diciembre de 2011

EL DUELO, DE ANTON CHEJOV


Tiene cierto delito que después de muchas reseñas no hubiera asomado todavía Chejov por este blog. Más vale tarde. Podría haber hecho su aparición con cualquier joya de sus más de mil relatos, que para eso es el maestro de ese género considerado “menor” por algunos que nunca lo han cultivado (están verdes las uvas).

Finalmente la obra elegida es El Duelo, uno de los cuentos más largos del gran narrador pero con la misma materia de la mayoría de sus relatos, la vida cotidiana de sus coetáneos, gentes de la clase media, en este caso un zoólogo y un funcionario, con sus miedos, deseos, debilidades. Aquí, como en La Señora del perrito, como en tantos cuentos, aparecen el amor y el desamor, la infidelidad, el fracaso, las flaquezas de los personajes y la visión moral que lo envuelve todo.

El joven funcionario Laevsky vive con su amante una relación muy criticada por amigos y vecinos. Laevsky vive de forma frívola, disoluta, sin valores. En cambio, el zoólogo Von Koren es su antítesis moral, pero también es un científico arrogante que odia al funcionario y le reta a un duelo, un enfrentamiento del que ambos salen ilesos y que es más una excusa del autor para enfrentar dos formas de vida e introducir su moraleja final: el funcionario, que pensaba abandonar a su amante, tras el duelo se casa con ella, se redime, ordena su vida. La trama es sencilla, como siempre en Chejov. Lo importante son los retratos psicológicos, muy definidos y a través de la visión de otros personajes. Y las interesantes reflexiones: “En la vida de familia, lo esencial es la paciencia. No el amor –que no puede durar mucho- sino la paciencia”. Y los finales abiertos, la permanente sensación de historias inacabadas.