domingo, 6 de febrero de 2011

THOMAS PYNCHON: UN ESCRITOR SIN ORIFICIOS, DE RUBÉN MARTÍN G.



Un librito heterodoxo e iconoclasta en el sentido etimológico de ambos términos. En primer lugar, por articular un pensamiento que se sitúa voluntariamente al margen y, acto seguido, por dar forma a una diatriba llevada al extremo. En este aspecto último, forma y fondo se dan la mano: sólo se puede poner en entredicho un autor elitista con un manifiesto que en muchos pasajes resulte difícil de seguir. El título mismo se nos antoja una metáfora picante que tal vez aluda coloquialmente a lo arduo que resulta entender al escurridizo norteamericano. Vamos, que no haya por donde cogerlo, expresión que resulta, ironías del lenguaje, malsonante en español de Sudamérica. Pynchon se ha ganado a pulso fama de hermético, dinamitando las barrera entre los géneros. La postmodernidad era, entre otras cosas, eso mismo: cata difuminada con notas de epistolario, hagiografía, ensayo y panfleto. El punto de partida es un conflicto paralelo a propósito de la identidad del escritor de culto y la del autor de la, llamémosle así, apología. Así transcurren las páginas, siempre con la duda a flor de piel, como si estuviéramos en una performance en que, embadurnados hasta las cejas, nos preguntásemos si lo que vemos va en serio o en broma. O tal vez ninguna de las opciones anteriores, a tenor de las ilustraciones inquietantes.

WILLIE EL SOÑADOR, DE ANTHONY BROWNE



El humor y la imaginación son compatibles: basta con asomarse a los cuadros de Magritte. Asimismo, la expresión álbum (ilustrado) inteligente no es un oxímoron. Los protagonizados por Willie, un chimpancé escuchimizado que viste chalecos feísimos, son entrañables en tanto que nos recuerdan el niño que fuimos (pongamos aquí la sarta de adjetivos que más nos convenga). Y eso fascina al padre que hojea el libro y al niño que se da cuenta de la identidad que se establece entre los tres. ¿Lo mejor del presente? Que a rico, espabilado y guapo tal vez sí, pero a soñador no le gana nadie, y a caballo de su butaca orejera (mejor dicho, en alas de), sueña como debe ser: sin límites. Desfilan ante sus párpados cerrados, que son los mismos que los nuestros pero abiertos, otros Willies alternativos de ahora mismo, de antes y del futuro. La imagen, como en todo buen sueño, adquiere un peso relevante, e invita al niño a descubrir detalles tan divertidos como poéticos (nada de las soseces intrincadas del ubicuo Wally). Por su parte, en el mismo proceso, el adulto que acompaña descubre conexiones: Dalí, Magritte, Rousseau...sintiéndose equidistante entre la ternura y el desconcierto.

EL ÚLTIMO PATRIARCA, DE NAJAT EL HACHMI



A menudo cuesta asomarse a los premios literarios por razones diversas. Además de la pereza inherente (¿por qué leer lo que se debe, cuando lo que se debe es leer?), el esfuerzo se redobla si nos atenemos al sistema de cuotas (dichosa corrección política). Por ello cuando se concedió el Ramon Llull de novela a una mujer de origen extranjero, sacudimos la cabeza con aires de “estaba cantado” e ironizamos: el año que viene, a un calvo bajito con astigmatismo. Sin embargo, dejamos pasar la efervescencia, nos detuvimos a pensar que también pasa en otras culturas (los que vienen a quedarse se apropian de tu lengua) y le dimos una patada en el trasero a los prejuicios. A lo mejor, nos dijimos, tiene algo que contar y además lo hará con gracia. Y se obró la maravilla. El último patriarca es una novela escrita por una inmigrante, pero en absoluto es una obra que se limite a recordar en todo momento que sus méritos son los estipulados por el punto de partida de quien la escribe. Participa de tradiciones orales (la referida y la vivida) a caballo de dos sociedades (el lejano sur y la Cataluña actual) y refiere la coronación simbólica de Mimoun, erigido patriarca por madre, hermanas y amantes de aquí y de allá, y destronado precisamente por la niña de sus entretelas. Porque no hay vuelta atrás. Y lo que queda en medio es literatura con mayúsculas.