martes, 17 de agosto de 2010

EL HOMBRE INQUIETO, DE HENNING MANKELL



La etiqueta novela policíaca conlleva una carga semántica e iconográfica que puede arrastrar o repeler lectores a partes iguales. Con todo, quienes busquen en la serie Wallander un antihéroe casi misántropo, de hígado y pulmones castigados, irónico y sin embargo un poco quijote, no están de suerte. El comisario Kurt Wallander ataca el lado más sórdido de la sociedad sueca desde su imperfección humana y enternecedora. Un policía bragado que tiembla al sacar la pistola, a quien le duelen las muelas y que vuelve en taxi a su apartamento solitario cuando se emborracha. Nadie más lejos del macho gélido e invulnerable tipo Die hard, Lethal weapon y sus secuelas, tan vacías de contenido como inexpresivos son Bruce Willis y Mel Gibson.

Henning Mankell creó la serie del comisario Wallander a principios de los 80. Cada una de sus entregas trasciende el ámbito meramente criminal y apunta hacia alguna de las grandes cuestiones finiseculares. Desde el difícil encaje de las repúblicas exsoviéticas de Los perros de Riga al fundamentalismo religioso, cristiano (por aquello de saber ver la paja en el ojo ajeno pero también la viga en el propio) de Antes de que hiele. Sin el tremendismo ni la sordidez innecesaria de su epígono Larsson (Stieg) con la trilogía Millenium.

El autor mantiene un compromiso ético con el mundo que le lleva a vivir a caballo de dos continentes: la Europa del bienestar amenazado (tal vez por la autocomplacencia encegadora) y el África desahuciada, llena de esperanza pese al sida, el hambre y la codicia del llamado Primer Mundo. De ahí que entone el J'accuse al denunciar en primera persona la actuación israelí contra la flotilla humanitaria que se dirigía a Gaza. O que, pese a los millones de libros vendidos en todo el mundo (o tal vez a causa de) dirija una compañía de teatro en Mozambique.

El hombre inquieto supone una inmersión metafórica y real en el pasado inmediato de Suecia, tomada como trasunto de cualquier sociedad avanzada. Sus párrafos finales suponen un colofón, bellísimo y terrible al mismo tiempo, de la trayectoria del primer detective de ficción diabético e insomne.

Si el sueño de la razón produce monstruos, las páginas de Wallander, plagadas de ellos, impiden el descanso.

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