miércoles, 18 de agosto de 2010

LA PLAÇA DEL DIAMANT, DE MERCÈ RODOREDA



El siglo XX es el siglo del cine, de la navegación aérea y de los ordenadores. Pero también del Holocausto, de Chernobil y de la Guerra Civil española. Los libros de historia, mejor dicho, de Historia, abundan en detalles: causas y también consecuencias, con la vana pretensión de la objetividad, siempre hipotecada por el color del cristal con que se mira. Para los personajes de a pie siempre quedará la ficción, supeditada a esa Historia implacable.

Natàlia, una sencilla dependienta de pastelería del barrio de Gràcia de Barcelona, asume sin más, como tantos otros cambios en su vida, convertirse en Colometa. Quimet, un galán menestral con ojillos de mono le vaticina que antes de un año se convertirá en su señora. La voz es la de Colometa, presa del mareo que viene de la mano de la libertad: la calle proclama, cívicamente, festivamente, la II República; la madre muerta no le puede aconsejar en materia amorosa y el padre, ausente o tal vez absentista, tampoco. Una voz sin estridencias, cargada de matices que se acumulan tras la profusión de y que no tienen nada de bíblico, pero tal vez algo de mítico: una mitología nueva que tiene que ver con las palomas. Coloms en catalán, como la misma Colometa.

Con el último baile del casorio, la huida hacia el hogar conyugal. Las balanzas grabadas en la pared, la cama con barrotes de hierro para fabricar un niño y el sempiterno (y apócrifo) ¡pobre Maria! Y las palomas, que remiten al revoloteo de la imaginación de lo que pudo ser y no fue. Después, como es sabido, la guerra, la revolución, el desastre, el hambre y un embudo para digerir definitivamente tanta, tanta tristeza.

Una historia en minúsculas sencilla sólo en apariencia, rica en imágenes que bastaría para situar la autora y su cultura, también en minúsculas, en el Olimpo, perdón, el olimpo de los creadores.

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