viernes, 23 de diciembre de 2011

CANDIDE, DE VOLTAIRE



"Candidus" era para los romanos el blanco brillante, "candente", del rojo vivo. Y los "candidatos" eran, nobleza obliga, los pretendientes a cargos públicos, caracterizados por la blancura física y moral del atuendo y por ende, de su portador. Por un desplazamiento semántico, el término "cándido" se identifica en castellano con la idea de ingenuidad, rayana en ocasiones con la estupidez. Ignoramos si el corrosivo Voltaire tenía en mente tales asociaciones conceptuales cuando nos legó esta monumental novelita.

Candide es un muchacho impresionable, maleable, convencido de vivir "en el mejor de los mundos posibles", sólo porque así se lo ha inculcado su maestro, el irreductible Pangloss. Ambos viven plácidamente como subordinados en la corte de un noble alemán. El joven se enamora de la hija de su señor, la bella Cunegunda. Cuando esto trasciende, le echan literalmente a puntapiés en el trasero, y esta será la primera vez en esta novela que los glúteos constatan la maldad del mundo. Con todo, pese a la azarosa vida que le espera, llena de violencia absurda y de reencuentros a lo largo y ancho del planeta y de sus conflictos, nada le hará bajar del burro al muchacho.

Asistimos con una sonrisa (congelada por el horror) a matanzas hiperbólicas, a autos de fe meapilas, a viajes transoceánicos e incluso a la pérdida de nalgas. Tal vez resida en ellas la candidez...

Sólo el mundo parece adquirir sentido cuando nos vemos, creemos que por vez primera en la historia de la ficción novelística, en el fabuloso Eldorado, donde el oro tiene el valor de la basura.

La sonrisa, ya curada de espanto, reaparece en los compases finales allegro vivace, en una pirueta tan increíble e inverosímil como tres cuartas partes del todo. Es cuando el pánfilo Cándido, más tonto que Abundio y que el que se la pisó meando hasta entonces, da en el clavo con una afirmación de la que deberíamos tomar buena nota, tal es su vigencia.

No es de extrañar que el bueno de Voltaire tuviera fama de peligrosísimo para la ortodoxia, las buenas costumbres y la sana (e ignorante) obediencia preconizada por los del "haz lo que yo digo y no lo que yo hago".

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