
El stylos era el punzón con que los escolares de la Antigüedad clásica se adiestraban en la escritura. De humilde útil de aprendizaje pasó a referirse al rasgo que individualiza un escritor: por eso se habla de estilo Proust, estilo Borges, etcétera.
Entre ambas acepciones del término media un abismo y Queneau lo franquea 99 veces, tal vez con las manos en los bolsillos y silbando un vals musette. El doctor (por lo de docto) Queneau repite una anécdota básica (que no low cost)tres veces treinta y tres veces. En cada una de ellas creemos estar ante un autor diferente: latinizante o postmoderno, barriobajero o decadente, prosaico o lírico, racional o chiflado, pero a menudo hilarante. Ríase usted de personalidades múltiples: Queneau asume, santa locura, más de las que usted y yo podríamos imaginar después de pimplarnos una botella de pastis.
Y para echarle más leña al fuego, atrévase a jugar al juego de las diferencias: no hay dos traducciones que se parezcan. Malditos traductores. Poliedrismo puro y duro como antídoto ante el pensamiento único, los autores de una sola frase y los actores de una sola mueca.
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